Está (no) bien

Me montó. La habitación del hotel estaba oscura y aislada. Me ofrecí a compartir la habitación con ella. Me ofrecí. Papá y mi hermano compartían una habitación contigua, pero la puerta estaba cerrada. Su habitación estaba en silencio. Ella estaba en silencio. Yo estaba en silencio. Yo tenía doce años. Ella tenía dieciocho. Llevaba seis años haciéndome esto. Nadie estaba ahí para detenerlo. O nadie se molestó en intentarlo. Me sometí, como siempre, pero esta vez hubo algo diferente. Se detuvo. Finalmente. Lloró. Finalmente. Se apartó de mí, de espaldas. Lloró, finalmente. "Lo siento", dijo con voz entrecortada, gemidos y (quizás) arrepentimiento. "No pasa nada", dije con voz confusa, dolida y descuidada. Me había dado la atención que nadie más me había dado. Me había arrebatado la escasa alegría de la infancia que nadie se había molestado en darme. Años después, décadas, toda una vida, me dijo que se dio cuenta de que no quería ser esa persona. Pero me dejó allí, a los doce años, asustada, confundida, abandonada. Cambió, pero nunca dejó de ayudar al niño que se ahogaba y que había dejado a su padre negligente, a su madre narcisista, a su familia disfuncional. El niño que había dejado morir por sus abusos. La última vez le dije: «Está bien», pero he pasado toda la vida aprendiendo a decirle a la gente que no está bien. No está bien controlar a la gente. No está bien herir a la gente. No está bien dejar a los rotos y magullados en el polvo de la historia. No está bien, hermana. Nunca estuvo bien.